Celos

Él siempre había negado ser celoso. Negar los celos no era solamente rechazar esa actitud compulsiva que lleva a establecer  cualquier control y dominación sobre ella, no era ser insensible a los miedos a perderla porque sus acciones le hicieran temer su preferencia por otros, no era, tampoco, sospechar que ella pudiera preferir cualquier otra cosa a él mismo o sopesar qué posibilidades había de perderla. Lo que en realidad hacía cuando negaba haber sentido celos era la defensa de su respeto a la libertad de la persona que amaba. Y esa libertad quedaba establecida por encima de cualquier otra norma de convivencia. El tiempo en que no estaban juntos, proclamaba él a menudo, no era de su incumbencia, no cabían las preguntas ni se hacía necesario saber sobre él más que el hecho de que, después de ese tiempo, ella había vuelto a su lado. Entre sus ideas sobre relaciones personales, había una que formaba un pilar básico: Si no hay nada que la atara a él,, cada ocasión en que decida estar a su lado sería una prueba contundente de que él era el elegido para ser amado. Creía muy firmemente que los matrimonios legales eran víctimas de los engaños e infidelidades, porque la honradez de romperlos había de luchar en desventaja con los muros de los prejuicios familiares y sociales y los perjuicios económicos que disminuían el bienestar de la pareja. Era por esta razón que se buscaba mantener una fachada frente al otro mientras se necesitaba rellenar loe enormes huecos que el amor o el sexo, la falta de ellos,  habán dejado a flor de piel. En una relación en la que estos convencionalismos no existían continuar al lado de la persona con la que ya no quieres estar carece de las cadenas que retrasan las decisiones de poner fin a lo que ya no funciona. ¿Para qué plantear, por tanto, dónde va y con quien está? ¿por qué preguntarse con quien habla tan a menudo y de qué? ¿qué necesidad hay de preguntarse si lo prefiere a él antes que a uno mismo? Si cada día ella vuelve con la sonrisa y las palabras de amor frescas, con las caricias y la excitación renovadas, por qué recoger los regueros de incertimbre para formar un río de pesar infundado.

Pero también tuvo que reconocer que, aquella noche, cuando ella le contó aquella velada transcurrida con un antiguo amante, a él le temblaron todos los huesos y que las pulsaciones de un corazón enloquecido por el miedo llenaron de ardientes pavesas sus venas y vertieron de cenizas un rostro pétreo que soldó sus labios para no gritar el dolor que ocultaba